José Manuel Soto Guitian

La pri­mavera constituía un período de importancia estratégica. Era el momento en el que renacía la naturaleza, en el que las plantas cobraban nueva vida y y todo empezaba a florecer. El mes de abril toma su nombre de aperire —‘abrir’—, porque la naturaleza se abre de nuevo con el buen tiempo. Muchas de las fiestas romanas de este mes reflejaban el carácter principal que en él tenía la agricultura: cerialia, fordicidia, parilia, vinalia, robigalia…

La mitología reflejaba este hecho en el mito de Perséfone. La leyenda cuenta que el origen de la primavera radica precisamente en el rapto de Perséfone cuando es llevada a los Infiernos, las flores se entristecieron y murieron, pero cuando regresa, las flores renacen por la alegría que les causa el retorno de la joven.

La llegada del cristianismo hizo necesario que todo este material “pagano” tuviera que ser transformado para dotarlo de un sentido nuevo de acorde con la nueva religión (v.gr. la Navidad se estableció el 25 de diciembre para aprovechar la fiesta del Sol Invicto y las Saturnalias).

Hoy, durante la primavera y en Pascua se elaboran panes rituales de formas extrañas y simbolismos diversos: las “monas” catalanas, las “opillas” en el País Vasco, así como incontables “hornazos” castellanos. Estas masas se elaboran en tiempo de Pascua y tienen huevos duros cubiertos por dos cordones entrecruzados de la misma masa. Igualmente es costumbre regalar conejos de chocolate.

¿Por qué razón estos tres elementos?

En la antigüedad el huevo, semilla de vida y materia de generación, se vinculaba a la primavera, a la resurrección de la naturaleza y al inicio de cada nuevo ciclo biológico. Plinio escribió: “sorber el contenido de los huevos favorece la fecundidad y hasta la abundancia de leche”. Pueblos de la antigüedad, como los romanos, propagaban la idea de que el Universo tenía forma oval. En la Edad Media se creía que el mundo había surgido dentro de la cáscara de un huevo.

Por su parte el pan es un alimento símbolo, un estatus ideológico antes que un alimento real. El pan representa la civiliza­ción alimentaria de los griegos y romanos, el alimento “nacional” por el que los dos pueblos se identifican entre sí: “comedores de centeno” los griegos, “comedores de gachas” los romanos. El pan no aparece hasta mu­cho más tarde, resultado último de una histo­ria larga y compleja; las tortas cocidas bajo ceniza, con las sopas y las gachas, seguirán siendo durante mucho tiempo la base de la alimentación popular, sobre todo en el campo.

Por último, el conejo es, desde el Antiguo Egipto, sinónimo de fertilidad. De media, pueden tener crías entre 4 y 8 veces por año, de 8 a 10 conejitos cada vez. Con el tiempo, el conejo se convirtió también en un símbolo de renacimiento, por ser el primer animal en salir del cubil después del invierno.

¿Cómo se cristianizó esta costumbre de regalar panes con huevos?: señalándo­los con el símbolo de la cruz. Únicamente de este modo se explica que, de ordinario, los huevos que se incrustan en “monas”, “hornazos” y “roscas de Pascua” aparezcan sujetos con cordones o tiras, como si se tratara de atarlos, trazando sobre cada uno la marca de la religión. Cuando se empezó a celebrar la Pascua cristiana, el rito pagano de festejar la primavera fue integrado en la Semana Santa. Los cristianos, entonces, pasaron a ver en el huevo un símbolo de la resurrección de Jesús

Pero hay otra pregunta: ¿qué es lo que explica la asociación entre los símbolos del huevo y del conejo con la celebración de la Pascua, la creencia en la resurrección de Jesús? Las respuestas son varias.

Una de esas versiones, diseminada a lo largo de los siglos, es la de que María Magdalena fue antes del amanecer del domingo al sepulcro de Jesús, crucificado el viernes, llevando consigo material para ungir su cuerpo. Al llegar, se encontró con la sepultura entreabierta. Un conejo, que quedó atrapado en la tumba, sería el primer ser vivo testigo de la resurrección de Jesús. Por esa razón, se ganó el privilegio de anunciar la buena nueva a los niños del mundo en la mañana de la Pascua. Es él, por lo tanto, el portador del huevo de chocolate.

Otra versión es que hace muchos años los cristianos no podían comer durante la Cuaresma, entre otras cosas, huevos ni productos lácteos, por ende reservaban los huevos y para mantenerlos frescos los bañaban con una fina capa de cera líquida. Que una vez terminada ésta, se reunían delante de la iglesia de su ciudad y los regalaban.

Obviamente en tiempos romanos no había chocolate. Los huevos de chocolate son una innovación relativamente reciente. Comenzó a principios del siglo XIX en Francia y Alemania principalmente, y se trataba de huevos macizos, ya que la técnica para hacer los huevos huecos no estaba desarrollada. Cada huevo era decorado con más chocolate o con flores de azúcar. La innovación tecnológica de los siglos XIX y XX perfeccionó la chocolatería y la repostería en general, y ello permitió que los huevos de pascua se puedan hacer de forma masiva y se vuelvan populares en todo el mundo.

Por último, al pensar en los huevos, no debemos de olvidarnos que fue cuestión de tiempo que esos presentes se ornamentaran. En la Edad Media, las cáscaras de los huevos de gallina eran pintados a mano. Pero los zares rusos elevaron ese hábito a un nuevo nivel. Entre 1885 y 1916, los zares Alejandro III y Nicolás II encargaron 50 huevos a Peter Carl Fabergé, un famoso joyero ruso que eran regalos de Pascua.