Vicente Fernández-Merino

Hace ya algunos años viajaba por Alemania con Hans, un viejo amigo mío, hombre de buen comer y mejor beber, además de gran experto en el arte de seducir camareras en cada bar o restaurante que entrábamos. Mi amigo me llevaba unos cuantos años, acentuados por una barriga en estado de buena esperanza y una calva prominente que trataba de esconder bajo una especie de ensaimada hecha con un largo mechón. Pero, todo hay que decirlo, exhibía a todas horas un humor envidiable que solo se agriaba cuando le tocaban dos temas: la edad y la comida.

Con puntualidad germánica paramos en un típico restaurante para la efectuar la pitanza. ¿Será bueno?, pensé yo, y a fe mía que lo era. Pero, ¡oh, dioses!, la camarera solícita nos acercó  la carta y con la mejor de las sonrisas se la pasó a mi amigo diciendo Wir haben auch ein Seniorenmenü, es decir tenemos también un menú para mayores, que era la versión muy adulta del Kindermenü, o menú para niños. ¡La pobre camarera hizo carambola! ¡Santo cielo, la que se armó! ¡Y todo en alemán, que da más miedo! Que si yo no soy un viejo, que si yo quiero comer mi comida como una persona “normal”, que yo quiero mi ración entera… Así hasta que pude calmarlo ofreciéndole un buen vino blanco del Rhein.

Nunca he visto en España semejante ocurrencia de menú y me temo que la reacción sería parecida. Sin embargo, comer poco sí alarga la vida, según señalan las conclusiones de múltiples estudios, sobre todo a partir de ciertos años. Después de numerosos ensayos con primates, parece que con humanos también se obtienen las mismas conclusiones, ¡no dejan de ser nuestros primos más cercanos! Reducir en un 30 por ciento la ingesta diaria de calorías reduce la mortalidad y las enfermedades relacionadas con el envejecimiento, como diabetes o cardiovasculares.

Los trabajos posteriores parecen avalar que una restricción calórica sin malnutrición, es una buena estrategia para tener mejor salud e incluso para alcanzar una mayor longevidad; todavía más, las nuevas corrientes dietéticas promueven saltarse alguna de las comidas como sistema de protección frente al envejecimiento e incluso pasar un día a la semana sin comer, en lo que se ha dado en llamar time-restricted eating; con ello se consigue activar la autofagia, el sistema de limpieza celular, pero eso es harina de otro costal.

Afortunadamente, reducir la comida no significa que tengamos que reducir los placeres que esta nos proporciona diariamente. Comer y respirar son las dos actividades imprescindibles para la vida y las realizamos durante toda ella, desde el momento en que nacemos. Así que, ¡al plato, señores! La forma de alimentarnos cambia con la edad, el tipo de sociedad en la que vivimos y, sobre todo en la ancianidad, el estado de salud que tengamos. Es necesario, en esta etapa de la vida, crear hábitos alimentarios que nos ayuden a sostener los años con cierta dignidad y salud. Como parece que dijo el famoso pianista de jazz Eubie Blake, que murió en 1983 a los cinco días de haber cumplido cien años, “de haber sabido que iba a vivir tanto tiempo, me hubiera cuidado más”. Pues eso, cuidémonos pero apliquemos todo nuestro saber gastronómico a esa parte de la vida, llamada también envejecimiento normal, en la que se han conservado de forma coherente con la edad cronológica las facultades físicas y mentales.

Como norma de general aplicación, propondremos esta: la mayor parte de los días comamos para vivir pero, en días extraordinarios, comamos para disfrutar; porque no pasa nada si un día concreto nos saltamos esos hábitos saludables que tanto tiempo nos ha costado implantar.

Una vez que hemos visto que todos los expertos coinciden en la necesidad de reducir la ingesta, vayamos ahora a los productos más indicados para mantener la actividad cerebral en forma, porque comer tenemos que comer, y que ellos cumplan las condiciones que nos transmitió Hipócrates en sus aforismos hace 2.400 años:: “Que tu alimento sea tu medicina y tu medicina sea tu alimento”.

Empecemos por el pescado y decantémonos por el azul. ¡Anda que no hay, afortunadamente, en nuestros mercados!: sardinas y boquerones en todos sus tamaños, bonito del norte, atún, jurel, pez espada, caballa, salmón, etc. La cocina española tiene una varadísima forma de preparar todos estos alimentos, ricos en ácidos grasos esenciales se la serie omega-3, que ayudan al buen funcionamiento de las neuronas, ya que forman parte de su membrana y, por consiguiente, van a mejorar nuestra capacidad cognitiva.

Nuestro exquisito aceite de oliva virgen extra y el ajo, también van a colaborar en esta función, si bien el ajo crudo resulta más poderoso en esta tarea. Pero tiene un grave inconveniente de todos conocido: resulta incómodo repartir besos después de haberlo comido.

Incluir en nuestra dieta la lecitina de soja, añadiéndola granulada a las ensaladas, tampoco es mala opción, ya que esta también es un fosfolípido integrante de la membrana neuronal.

Y no nos olvidemos de los cereales, mejor integrales, ni de nuestras legumbres, alimentos todos ricos en vitaminas del grupo B, que son fundamentales para el buen funcionamiento de las funciones cerebrales. ¿Habrá que acudir al libro “Las legumbres en la gastronomía del s. XXI, que editó la R.A.E. de Gastronomía[1],para encontrar la manera de prepararlas? No lo creo. Con una simple llamada a nuestras madres o a nuestra memoria, tendremos el guiso perfecto.

Y por supuesto los vegetales, ricos en antioxidantes y abundantes en nuestra huerta. Destacan en esta acción verduras como el brécol, zanahorias, cebollas, espinacas, tomates, etc. Una buena ensalada a la que podemos añadir algunos frutos secos, como nueces, almendras y otros, tampoco es mala opción.  Y qué decir de las frutas: cítricos, ciruelas, fresas frambuesas (qué buenas, ¿eh, tía Carmen?, y cuántos arañazos me di yo de pequeño por cogerlas…), arándanos, tan de moda últimamente, grosellas, etc. Todas estas frutas del bosque se pueden encontrar fácilmente hoy día en cualquier supermercado medianamente surtido y son deliciosas preparadas de forma adecuada e incluso solas.

Por otra parte, parece que un gran número de expertos consideran que el vino, especialmente el tinto, nos aportará sustancias como el resveratrol y otros compuestos fenólicos como los flavonoides, con propiedades antioxidantes, que mejoran la salud y retardan el proceso de envejecimiento, así que quien esté acostumbrado a hacerlo durante la comida, está de enhorabuena. El mejor momento para tomarlo es con alimentos, ya que contribuye a realzar los sabores de los mismos y pasa más lentamente a la sangre, por lo que no se nos sube a la cabeza. Ahora sí, el abuso de alcohol, tenga los grados que tenga, produce un deterioro grave en el sistema nervioso y rompe las conexiones neuronales como si fuera una anestesia química, además de afectar nuestro estado de ánimo, ¡cuidadooo!

También es conveniente evitar los azúcares refinados (blancos), que producen hiperactividad y nerviosismo, las grasas saturadas (¡Ay, mis torreznos!) que son responsables de muchas alteraciones en la salud vascular cerebral. Y, para terminar sufriendo, las carnes rojas y el queso curado; estos alimentos reducen la producción de triptófano (¡Que buen discurso el de Gabriel Argumosa sobre los garbanzos…!) y serotonina, lo que ocasiona un aumento del grado de excitación en el sistema nervioso.

En fin, no quisiera terminar siendo un aguafiestas. Es cierto que todos estos alimentos “prohibidos” están muy introducidos en la dieta de nuestra región castellana y leonesa, y puede parecer un grave suplicio castrador el acostumbrarse a prescindir de ellos. No seré yo el inquisidor. Pero empecemos por reducir su consumo, (aquí mi amigo Hans suspira) no pasa nada por hacer un día concreto una excepción; sin embargo es absolutamente necesario cambiar los hábitos de alimentación para abordar la longevidad de manera saludable. ¿Académicos? ¡Sí, por muchos años! y que nos podamos acordar de ello.

 

[1] En colaboración con nuestra Academia