José Manuel Soto

NATA CON AZÚCAR

El otro día, gracias a mi nueva vida rural, he podido volver a comer una exquisitez: nata de leche de vaca con azúcar.

Hoy en día beber leche nos parece una cosa normal (y lo es). Pero no fue así hasta hace poco. El mérito fue de una mujer: Alice Catherine Evans.

Evans (29 de enero de 1881 – 5 de septiembre de 1975) vivió en una época en que la microbiología era una ciencia joven. El francés Louis Pasteur había descrito en 1864 su sistema de conservación de los líquidos por calor, la pasteurización, pero por entonces se aplicaba al vino o a la cerveza, no a la leche. Esta se creía segura siempre que no se contaminara, aunque la rapidez con que se estropeaba la convertía en un alimento muy peligroso. Antiguamente existían vaquerías en las ciudades para reducir el tiempo entre la producción y el consumo, pero la desaparición de estos establecimientos llevó en algunos casos al empleo de adulterantes para disimular el deterioro, como bicarbonato, azúcar, melaza o incluso tiza.

Por entonces, el conocimiento de las enfermedades asociadas a la leche cruda aún era muy escaso. Se sabía que una bacteria, Bacillus abortus, se contagiaba entre animales, provocando abortos. En los humanos, las fiebres de Malta venían causadas por Micrococcus melitensis, encontrado en la leche de las cabras maltesas. Sin embargo, a nadie se le había ocurrido relacionar estas dos dolencias. Hasta que una bacterióloga del Departamento de Agricultura de EEUU (USDA), dedicada a investigar la flora bacteriana de la leche, ató los cabos.

Evans descubrió que B. abortus estaba presente en la leche cruda de forma habitual, en contra de la idea imperante de que este producto era seguro. Al estudiar y comparar este microbio con el M. melitensis de las cabras, observó que eran casi idénticos. En 1917 presentó sus conclusiones a la Sociedad de Bacteriólogos Estadounidenses, y al año siguiente las publicó en la revista Journal of Infectious Diseases. La proclama de Evans de que la leche cruda normal podía causar enfermedad en humanos, y de que este riesgo se eliminaba con la pasteurización, fue recibida con incredulidad por científicos, médicos y veterinarios; en el caso de los ganaderos, llegaron a acusarla falsamente de tener intereses en equipos de pasteurización. El reconocimiento de las tesis de Evans condujo a que se impusiera la pasteurización de la leche a partir de los años 30, y llevó a la investigadora a convertirse en 1928 en la primera mujer presidenta de la Sociedad de Bacteriólogos Estadounidenses (hoy Sociedad Estadounidense de Microbiología). Fue pionera y combativa por vocación: en el colegio jugaba al baloncesto, y montó en avión un año después de la travesía atlántica de Lindbergh. En 1966, a sus 85 años, denunció que era inconstitucional obligar a que se revelaran las filiaciones comunistas en la solicitud del seguro público de salud Medicare. Al año siguiente, este requisito fue retirado.

Aquí un pequeño video de la Universidad de Navarra sobre su vida (todo un ejemplo de superación; algunos la despreciaban por ser estudios hechos por una mujer):

EL AJO Y LOS ROMANOS

UBI ALIUM, IBI ROMA – “DONDE HAY AJO, ESTÁ ROMA”

Como en otras tantas cosas, a la hora de comer ajos, somos romanos.

     Se cree que el ajo procede de Asia Occidental (quizá de Siria) o bien de Egipto, donde su uso está muy bien documentado, y de allí pasó a toda la cuenca del Mediterráneo, donde se cultiva y se consume desde hace más de siete mil años. En el país del Nilo, el ajo formaba parte de la dieta habitual del pueblo. Una cita del historiador griego Heródoto nos documenta su uso en pleno siglo V a.C.: “En la pirámide está notado con letras egipcias cuánto se gastó en rábanos, en cebollas y en ajos para el consumo de peones y oficiales; y me acuerdo muy bien que al leérmelo el intérprete me dijo que la cuenta ascendía a 4.600 talentos de plata” (Heród. II,125,6). Su uso cotidiano se deduce también de las palabras del pueblo hebreo durante su éxodo, mientras atravesaban el desierto del Sinaí: “Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos” (Números 11:5). A Plinio el Viejo le hacía mucha gracia que los egipcios invocasen al ajo y la cebolla entre sus juramentos y los elevasen a la categoría de dioses y, de hecho, no solo eran sagrados, sino que formaban parte de varios rituales mágicos.  También en el país del Nilo los ajos se utilizaban por sus numerosas propiedades medicinales, como demuestra su aparición en diferentes fórmulas terapéuticas del famoso Papiro Ebers, verdadero compendio farmacológico de la antigüedad.

Papiro Ebers

El pueblo griego, como el romano, fue un gran consumidor de esta hortaliza. Se han conservado diferentes tratados de agricultura y de medicina que hablan sobradamente de su cultivo y sus cualidades: Teofrasto, Hipócrates, Dioscórides, Galeno… Lo consideraban un producto fétido, pero lo utilizaban como condimento y, sobre todo, como remedio para numerosos trastornos y dolencias.

El pueblo romano era aún más aficionado al ajo que el griego. A los tratados griegos hemos de añadir ahora los de los autores romanos: Columela y Paladio en lo referente a la agricultura y Plinio el Viejo, que nos explica sobradamente sus propiedades medicinales. Por todos ellos sabemos cómo y cuándo sembrarlos (en invierno) y recogerlos, las numerosas variedades (agreste, colubrinum, praecox, ursinum…), los métodos de conservación (colgados cerca del hogar para que se ahumasen, guardados entre pajas, macerados en salmuera y vinagre), y sus propiedades, que son muchísimas: es laxante, es diurético, favorece la concepción y sirve como prueba de embarazo, cura enfermedades de la piel, elimina piojos y liendres, restituye el cabello perdido tras la tiña, antídoto contra parásitos y mordeduras de serpiente y musarañas, aclara la voz, calma la tos, provoca el menstruo… Vamos, que vale para todo.

El pueblo llano -y la gente sin complejos- consumía ajos sin tanto remilgo. Tenía fama de nutritivo y reponedor de fuerzas, por lo que era ideal para quienes hicieran grandes esfuerzos físicos. “Estás más harto de ajo y cebollas que los remeros romanos” reprocha el militar Antaménides al viejo Hannón (Plaut. Poen.1314). También es propio de campesinos: “¡Oh duras tripas de los segadores!” (Hor.Ep.III,4). Lo mismo que es propio de esclavos, pobladores de tabernas o soldados, que hasta lo dedicaban a Marte, dios de la guerra, potente y combativo como el mismo ajo.

Esta hortaliza es un símbolo de una cierta condición social. “Apestas a ajo” le reprocha Tranión a Grumión en la comedia de Plauto. Y el segundo, que tiene muy asumido quién es, le responde con conciencia de clase: “No todos pueden oler a perfumes exóticos como tú, ni ponerse a la mesa tan finos como tú. Anda y quédate con tus tórtolas, tus pescados y tus aves, y déjame a mí aguantar mi destino con mis ajos”.

Pero el ajo no solo era propio de las clases populares. Excepto si alguien quería proyectar una imagen de sofisticación y elegancia máximas, o tenía una cita amorosa, todo el mundo lo consumía. De hecho, era símbolo de unos valores íntegros y austeros y oler a ajos era señal de salud, de seriedad y hasta de respeto a la tradición. ¿Qué comían los antiguos, aquellos que construyeron la República y dieron gloria al pueblo de Roma? Pues eso, rábanos, nabos, cebollas, ajos…

Suetonio cuenta una anécdota sobre el emperador Vespasiano y sobre lo que simboliza el austero ajo en oposición al decadente perfume. Al parecer, cierto joven se presentó ante él para agradecerle la concesión de una prefectura. Eso sí, se presentó muy perfumado y emperifollado, como sin duda pensó que exigía la etiqueta. Sin embargo, al emperador le disgustó tanta finura, y ni corto ni perezoso le soltó: “Preferiría que olieses a ajos”.  Y no contento, “revocó el nombramiento” (Suet.Vesp.8).

Quizá por ser también tan malolientes los ajos se utilizaban en la antigüedad como amuleto contra el mal de ojo. Por ejemplo, Persio indica que para evitar los encantamientos de las sacerdotisas de Isis hay que comer ajo tres veces cada mañana (Sat.V,188). Y quizá también por ser tan pestilentes no tenía buena relación con los templos ni los cultos a los dioses. Por ejemplo, Ateneo nos cuenta que estaba prohibido entrar en el santuario de Deméter si se había tomado ajo y otros autores mencionan este alimento como un tabú para los sacerdotes de Zeus Casio en Pelusio, los de Afrodita Líbica o los de la misma Isis.

Medicina, magia y religión van de la mano en el mundo antiguo.

Por cierto, siempre, se ha dicho que los ingleses odian el ajo. A Victoria Beckham se le adjudica (parecer que falsamente) la frase “España huele a ajo”. Sim embargo es la BBC la que dedica muchas entradas a las bondades del ajo:

-¿Cuáles son las bondades del ajo?

https://www.bbc.com/mundo/noticias/2014/09/140923_nutricion_bondades_ajo_finde_dv

–   El ajo prevendría la gripe:

http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/science/newsid_1577000/1577819.stm

Hay muchas más entradas.

Tengo un amigo que dice que toma todos los días dos ajos crudos y dice que nunca tiene catarros. Quizás un día pruebe. Pero, antes, donde esté el pollo al ajillo, unas sopas de ajo y un revuelto de ajetes,….

ERASMO DE ROTTERDAM

Si ya habéis conocido al personaje de Erasmo, iremos viendo algunas cosas e interés sobre su obra. Recientemente se ha publicado un libro suyo titulado “Los Banquetes”

Se trata de diálogos sobre diversos temas y, uno de ellos, trata sobre la forma de organizar un banquete. La imaginaria conversación tiene lugar entre el famoso Apicio (como experto gastronómico) y Espudo (nombre que procede del griego como “serio o vituso”). El segundo le pide consejo al primero sobre cómo organizar bien un banquete. Apicio, a lo largo del diálogo, proporciona consejos sobre el vino, cómo servir los platos, etc. Pero, sobre todo, da consejos sobre cómo deben estar sentados los invitados, normas sobre temas de conversación, cómo evitar que haya alguien alegre en cada punto estratégico de la mesa, qué debe hacer el anfitrión, etc.

Os lo adjunto. Es una delicia y breve.

De todas formas, por muy bueno que sea Erasmo, en este punto no puede superar a su maestro (y siempre el mejor en todo) el gran Plutarco.

Es este autor griego el que explica cómo serían las opciones para sentar a la gente a cenar. ¿Cómo se sentaban los invitados? Es la misma pregunta que se puede hacer hoy en día para una boda. Varias posibilidades:

  1. cada uno donde quiera. El problema es si a alguien le tocaba tumbarse con quién no quiere.
  2. según establezca el anfitrión para que la edad y el cargo tengan sus correspondientes prerrogativas.
  3. todos con todos de forma democrática: “¿por qué no, comenzando de una vez por aquí, les acostumbramos a recostarse uno junto a otro sin humos y sin afectación, porque ven ya desde las puertas que la cena es democrática y no posee un sitio privilegiado en el que recostado el rico se envanezca ante los más humildes?”.
  4. de forma armoniosa para que cuando beban no surja el desorden. ¿Cómo?: “no recostando con el rico al rico, ni con el joven al joven, ni con el magistrado al magistrado y con el amigo al amigo, pues esta formación es inmóvil e inútil para el aumento o nacimiento de afecto, sino que, ajustando lo apropiado al que haya menester de ello, ruego al amigo de saber que se recueste al lado del instruido, al afable junto al quisquilloso, al joven amigo de oír junto al anciano charlatán, al socarrón junto al presuntuoso y al reservado junto al irascible. Y si en algún sitio observo a un rico munificente, conduciré junto a él, levantándole de cualquier rincón, a un pobre honrado, para que, como de una copa llena a una vacía, se produzca un trasvase”.

Pero, ojo, una importante excepción: “reúno a los aficionados a la lucha, caza y agricultura y reúno también en el mismo sitio a los aficionados a la bebida y a los enamoradizos que la sufren por causa de mujeres y muchachas, pues, caldeados por el mismo fuego, mejor se acogerán unos a otros, lo mismo que el hierro soldado, a no ser que, ¡por Zeus!, casualmente estén enamorados del mismo o de la misma.) (Hoy, desde luego, pondría juntos a los aficionados al golf y al fútbol).

Es curioso que siglos después daría el mismo consejo Baltasar Gracián en su “Arte de la prudencia”: “Debe procurar el impetuoso juntarse con el reflexivo, y así en los demás caracteres. Con esto conseguirá la moderación sin violentarse. Es gran destreza saber adaptarse. Es conveniente usar esta práctica advertencia al elegir amigos y servidores”.

De todas formas, hay una idea importante: es necesario saber con quién estás en la mesa: si es gente culta puedes hablar con seriedad; si es gente ignorante más vale que hables con bromas (con las que también se puede filosofar) para no ser pedantes. Por último dice una frase preciosa: “pues es preciso que, como el vino, la conversación sea también algo común de la que todos participen” (evitando por ello temas atosigantes y enrevesados)[1]. No es infrecuente hoy en día en que se empeña hablar de cuestiones de su trabajo que los demás ignoran.

[1] El poeta Simónides, viendo en un banquete a un forastero recostado en silencio y sin dialogar con nadie, le dijo: “Hombre, si eres necio, haces una cosa sabia, pero si sabio, necia.”… “porque el canto, la risa y la danza sobrevienen a los que han bebido moderadamente; en cambio, el parlotear y decir lo que era mejor callar, es fruto del pasarse ya con el vino y emborracharse. Por ello, también, Platón estima que es en el vino donde mejor se conoce el carácter de la gente”.